Qué mejor manera que culminar un día tan importante como hoy, en el que Augusto llegara a este mundo, que un recuerdo resumido, a caballo entre lo novelesco y lo histórico, de lo que dio de sí su vida.
Estupendo artículo-relato de Dany Cuadrado Morales, para Sedetania, en la efeméride del nacimiento del Primer Emperador Romano.
Nola,
Italia, 14 d. C.
El
destino que nos está reservado a veces es un misterio. Un día nos encontramos
en la cima del mundo, después de haber vencido todo tipo de obstáculos y
superado las batallas más arduas, y al día siguiente nos vemos viejos, agotados
por la edad o la enfermedad, y nos aferramos a ese pasado que creemos glorioso
con la esperanza de vivir en él. Pero no puede ser. Nunca se es tan libre como
cuando se está a punto de morir. Es en ese momento, cuando nos vemos al final
del camino, cuando vemos que nada de lo hecho nos sirve para liberarnos del
abrazo de la muerte. No importa cuán poderosos seamos, no importa si somos
ricos o el más insignificante pobre. La Parca no distingue proezas de maldades.
Sólo somos simples mortales que desfilan con brevedad por los siglos de la
historia. Es solamente al final de todo cuando nos quitamos la máscara y nos
mostramos al mundo tal como verdaderamente somos. Encontramos multitud de
mentiras y medias verdades, pero solamente hay una verdad que está por encima
de todo, ninguna tragedia es eterna, ningún amor dura para siempre, pues la
única certeza que podemos afirmar con seguridad es que vivimos para morir.
Una
reflexión similar surcaba la mente del princeps.
El hombre más poderoso del mundo yacía ahora en un camastro con la
respiración entrecortada y con el sudor que la fiebre producía perlando su
frente.
Augusto
sabía que su hora estaba muy próxima, sus años de juventud habían pasado hacía
largo tiempo y de su otrora vitalidad no quedaba más que el recuerdo. Los
músculos que antaño sostenían la espada y el escudo para combatir al servicio
de Roma ahora apenas podían sostenerle. Su rostro, antes bello, estaba surcado
de arrugas y pálido como el mármol de las estatuas.
En
ese momento la mente del princeps repasaba
cada uno de los sucesos de su vida, una vida repleta de intrigas, batallas y
traiciones. Una vida digna de alguien que, como él mismo decía, encontró una
Roma de ladrillos y la dejaba ahora de mármol. Su carrera política caminó
paralela a su brillante carrera militar. Se hizo con el control de Roma tras
vencer a Cleopatra y Marco Antonio en la batalla del cabo de Actium y desde ese
lejano día no dejó de cosechar victorias. Sometió a los cántabros y astures
tras una larga guerra que concluyó con el dominio total de Hispania.
Cerró
los ojos, sus pensamientos se agolpaban en su mente y él trataba de ordenarlos
de forma que tuvieran sentido mientras se sabía rodeado de todos sus amigos y
familiares. A sus setenta y cinco años había hecho y visto de todo. Dedicó un
pensamiento a sus padres, como si fuera el inicio de una larga historia. El
hombre que yacía en un camastro con el nombre de Augusto nació con el nombre de
Cayo Octavio Turino, hijo de un hombre de mismo nombre y de una mujer llamada Acia,
sobrina del divino Julio César. Sin embargo los recuerdos que el princeps conservaba de esos años eran
difusos y la mayoría eran sobre su abuela Julia, la persona que se encargó de
su educación cuando era un infante. Al morir Julia, fue él el que pronunció el
discurso funerario. Sólo tenía doce años. Augusto trató de sonreír al recordar
aquel día: ¡Qué lejos quedaba todo aquello!
El
punto de inflexión en su vida fue su nombramiento como heredero de César. Ni
siquiera él lo pudo creer al principio. Su tío abuelo le adoptó como hijo
propio y le legó buena parte de su patrimonio. La posición de César aquellos
años era extraña pues gobernaba Roma prácticamente a su antojo. De modo que
ahora ese joven cambió su nombre por el de Cayo Julio César Octaviano, en honor
a su tío abuelo.
Tumbado
en ese camastro Augusto recordó las emociones que lo embargaban. Sentimientos
encontrados de felicidad y temor, pues eran muchos los que querían repartirse
los despojos de César. Aunque él era alguien valiente, la sombra de una guerra
civil se cernía sobre Roma y el peso de la misma recaería sobre él.
Continuó
escribiendo ese libro mental que en su interior estaba repleto de imágenes de
un pasado que cada vez se diluía más...estaba cansado y quería dormir, pero
presentía que la próxima vez que lo hiciese ya nunca despertaría. Se alejó de
esos pensamientos.
Pasó
los primeros tiempos desde su nombramiento como heredero de César en un
precario equilibrio. Era muy difícil convivir cuando personajes de la talla de
Marco Antonio y Cicerón se lanzaban constantes dardos envenenados. En un
principio él apoyó al senado y a Cicerón
y las cosas se pusieron tan tensas que ambos bandos se enfrentaron en la
batallas del Foro de los Galos y Mutina. En ninguno de los dos combates
participó pero comprendió que aquél camino llevaría a todos a la ruina.
Octaviano
abandonó entonces el bando del senado y se reunió con Antonio y Lépido en
Bolonia y previamente consiguió que ambos hombres dejaran de ser considerados
enemigos públicos. En aquel momento le pareció algo bueno para sus propios
planes. Y es que Octaviano nunca se olvidó de los que habían asesinado a su tío
abuelo. Vengarse era una prioridad y le daban igual las consecuencias de sus
actos.
Juventud…pensó
Augusto. Suspiró. La gente que rodeaba el camastro no perdía detalle de las
reacciones del princeps. Cualquier
movimiento podía ser el último de su larga vida. Parecía que nadie se acordaba
ya de todo aquello. Pero él sí. Lo hacía en ese justo instante.
¿Por
dónde iba? Venganza. Sí, a veces parecía que la mente no quería funcionar. Se
contaba a sí mismo el resumen de la historia de su vida como si no quisiera que
se perdiera en el tiempo.
En
Bolonia se había formado la alianza de tres de los hombres más poderosos del
momento, aquel Segundo Triunvirato fue aprobado en una asamblea del pueblo. En
las proscripciones que siguieron al acuerdo muchos senadores y caballeros murieron.
Cicerón también. Aquello fue una pérdida grave. Cicerón fue uno de los grandes
hombres de su tiempo. Se arrepentía de aquello. Antonio, Lépido y él mismo
traicionaron a muchos durante las proscripciones. Pero era necesario. Al menos
eso se repetía a sí mismo aquel anciano. Muchas de las propiedades y el dinero
de los condenados fue a parar a manos de los triunviros y de ese modo lograron
los recursos necesarios para iniciar la persecución de los asesinos de César.
Les
dieron caza en Grecia, en Filipos. Recordó con viveza a aquellos dos
gigantescos ejércitos romanos enfrentándose. Él delegó el mando de sus tropas
en su amigo íntimo Marco Vipsanio Agripa. Una lástima que hubiera muerto ya
pues había sido mucho mejor militar que él.
Tras
Filipos, Octaviano se casó con Escribonia, la madre de única hija, al menos
hija de verdad, Julia. También en esos años derrotó a Sexto Pompeyo, uno de los
proscritos del Triunvirato, y sus disensiones con Lépido acabaron en la
expulsión de éste último de la alianza de tres. Lépido perdió a su ejército y
con él todos sus apoyos. Ahora Octaviano mandaba sobre todas las provincias
occidentales mientras que Antonio lo hacía sobre las orientales y además
parecía hallarse bajo los encantos de esa extranjera llamada Cleopatra que le
llevó a repudiar a la hermana de Octaviano, Octavia. Aquel acto colmó la
paciencia de Octaviano. Aún le dolía recordarlo. Su propia hermana despreciada
por Cleopatra. La distancia entre los dos era insalvable y culminó en la
batalla de Accio. Allí la flota de Octaviano bajo el mando de Agripa terminó
por derrotar a Marco Antonio y Cleopatra, suicidándose ambos.
Ahora
ya no quedaba nadie que pudiera disputarle su autoridad y Octaviano se vio con
el control absoluto de la República. A decir verdad le sorprendió haber
sobrevivido a unos tiempos tan difíciles y, ya que se vio con el poder absoluto
al alcance de la mano, decidió aprovechar la oportunidad y hacer gala de sus
dotes de persuasión. Si bien en el campo de batalla necesitase la ayuda de su
amigo Agripa el terreno político lo dominaba a la perfección. Aparentó que su
objetivo era restaurar la República y se mostró respetuoso con las tradiciones
y los romanos le premiaron otorgándole el título de Augusto. Por tercera vez
cambió de nombre y sustituyó Octaviano por el de Augusto. No lo hizo por
respeto al senado, desde luego, lo que motivó ese cambio fue que bajo el nombre
de Octaviano había cometido muchas atrocidades durante la guerra y durante el
desempeño de sus cargos públicos. Nuevamente le vino a la mente Cicerón.
Aquellos lemures, espectros de los
muertos, no le dejaban en paz ni en su lecho de muerte.
Ya
como Augusto emprendió un gobierno velado destinado a mejorar Roma. Reformó el
sistema monetario, fundó ciudades, como Emerita Augusta [Mérida] en Hispania y
construyó numerosos edificios en la capital, el Altar de la Paz, el Templo de
Marte Vengador, un nuevo Foro, el Panteón de Agripa, el Pórtico de Octavia…se
sentía orgulloso de todo ello. Como si con esas obras quisiera enmendar los errores
de la guerras civiles. También extendió las fronteras romanas al concluir la
conquista de Hispania, Recia y Nórico [hoy día Suiza, Eslovenia y Austria] e
incorporar los territorios de Panonia e Iliria [hoy Hungría, Serbia, Albania y
Croacia]. Al recordar todo eso le vino inevitablemente el desastre de
Teutoburgo. Tres legiones completas perdidas en un bosque germano por la
incompetencia del gobernador Varo. Aún reclamaba a Varo la devolución de sus
legiones.
Augusto
abrió los ojos y miró a los presentes, allí estaba Tiberio, al que había
nombrado sucesor a falta de alguien más de su afecto, y Livia, su tercera
esposa y con quien ya llevaba muchos años casado. Quizá demasiados para los
dos. César Augusto sabía que le quedaban pocos instantes.

-
¿He representado bien mi papel en esta comedia de vida?- preguntó.
Todos
asintieron sonriendo y Augusto volvió a hablar.
-
Acta est fabula, plaudite [La comedia
ha terminado, aplaudid]
Esas
fueron, según los historiadores romanos, las últimas palabras del primer
emperador de Roma. Con César Augusto dio comienzo el Imperio Romano. Fue un
político hábil, generoso con sus amigos y despiadado con sus rivales, y supo
mantener el poder absoluto dando a entender lo contrario. Su cuerpo viajó desde
Nola a Roma en una espectacular procesión y el día de su entierro todos los
comercios de la ciudad cerraron para rendir homenaje a su princeps, su primer ciudadano.
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