viernes, 23 de septiembre de 2016

"En las últimas horas del Princeps", por Dany Cuadrado Morales

Qué mejor manera que culminar un día tan importante como hoy, en el que Augusto llegara a este mundo, que un recuerdo resumido, a caballo entre lo novelesco y lo histórico, de lo que dio de sí su vida.
Estupendo artículo-relato de Dany Cuadrado Morales, para Sedetania, en la efeméride del nacimiento del Primer Emperador Romano.


Nola, Italia, 14 d. C.



El destino que nos está reservado a veces es un misterio. Un día nos encontramos en la cima del mundo, después de haber vencido todo tipo de obstáculos y superado las batallas más arduas, y al día siguiente nos vemos viejos, agotados por la edad o la enfermedad, y nos aferramos a ese pasado que creemos glorioso con la esperanza de vivir en él. Pero no puede ser. Nunca se es tan libre como cuando se está a punto de morir. Es en ese momento, cuando nos vemos al final del camino, cuando vemos que nada de lo hecho nos sirve para liberarnos del abrazo de la muerte. No importa cuán poderosos seamos, no importa si somos ricos o el más insignificante pobre. La Parca no distingue proezas de maldades. Sólo somos simples mortales que desfilan con brevedad por los siglos de la historia. Es solamente al final de todo cuando nos quitamos la máscara y nos mostramos al mundo tal como verdaderamente somos. Encontramos multitud de mentiras y medias verdades, pero solamente hay una verdad que está por encima de todo, ninguna tragedia es eterna, ningún amor dura para siempre, pues la única certeza que podemos afirmar con seguridad es que vivimos para morir.
Una reflexión similar surcaba la mente del princeps. El hombre más poderoso del mundo yacía ahora en un camastro con la respiración entrecortada y con el sudor que la fiebre producía perlando su frente.
Augusto sabía que su hora estaba muy próxima, sus años de juventud habían pasado hacía largo tiempo y de su otrora vitalidad no quedaba más que el recuerdo. Los músculos que antaño sostenían la espada y el escudo para combatir al servicio de Roma ahora apenas podían sostenerle. Su rostro, antes bello, estaba surcado de arrugas y pálido como el mármol de las estatuas.

En ese momento la mente del princeps repasaba cada uno de los sucesos de su vida, una vida repleta de intrigas, batallas y traiciones. Una vida digna de alguien que, como él mismo decía, encontró una Roma de ladrillos y la dejaba ahora de mármol. Su carrera política caminó paralela a su brillante carrera militar. Se hizo con el control de Roma tras vencer a Cleopatra y Marco Antonio en la batalla del cabo de Actium y desde ese lejano día no dejó de cosechar victorias. Sometió a los cántabros y astures tras una larga guerra que concluyó con el dominio total de Hispania.

Cerró los ojos, sus pensamientos se agolpaban en su mente y él trataba de ordenarlos de forma que tuvieran sentido mientras se sabía rodeado de todos sus amigos y familiares. A sus setenta y cinco años había hecho y visto de todo. Dedicó un pensamiento a sus padres, como si fuera el inicio de una larga historia. El hombre que yacía en un camastro con el nombre de Augusto nació con el nombre de Cayo Octavio Turino, hijo de un hombre de mismo nombre y de una mujer llamada Acia, sobrina del divino Julio César. Sin embargo los recuerdos que el princeps conservaba de esos años eran difusos y la mayoría eran sobre su abuela Julia, la persona que se encargó de su educación cuando era un infante. Al morir Julia, fue él el que pronunció el discurso funerario. Sólo tenía doce años. Augusto trató de sonreír al recordar aquel día: ¡Qué lejos quedaba todo aquello!

Los años que siguieron a aquello fueron extraños para él, que comenzó a ocupar algunos cargos públicos, siempre sin tener la edad requerida. Organizó unos fantásticos juegos en el templo de Venus Genitrix y en aquel tiempo le pareció lo más importante que había hecho en su vida. No podía saber todo lo que viviría después.
El punto de inflexión en su vida fue su nombramiento como heredero de César. Ni siquiera él lo pudo creer al principio. Su tío abuelo le adoptó como hijo propio y le legó buena parte de su patrimonio. La posición de César aquellos años era extraña pues gobernaba Roma prácticamente a su antojo. De modo que ahora ese joven cambió su nombre por el de Cayo Julio César Octaviano, en honor a su tío abuelo.

Tumbado en ese camastro Augusto recordó las emociones que lo embargaban. Sentimientos encontrados de felicidad y temor, pues eran muchos los que querían repartirse los despojos de César. Aunque él era alguien valiente, la sombra de una guerra civil se cernía sobre Roma y el peso de la misma recaería sobre él.
Continuó escribiendo ese libro mental que en su interior estaba repleto de imágenes de un pasado que cada vez se diluía más...estaba cansado y quería dormir, pero presentía que la próxima vez que lo hiciese ya nunca despertaría. Se alejó de esos pensamientos.
Pasó los primeros tiempos desde su nombramiento como heredero de César en un precario equilibrio. Era muy difícil convivir cuando personajes de la talla de Marco Antonio y Cicerón se lanzaban constantes dardos envenenados. En un principio él  apoyó al senado y a Cicerón y las cosas se pusieron tan tensas que ambos bandos se enfrentaron en la batallas del Foro de los Galos y Mutina. En ninguno de los dos combates participó pero comprendió que aquél camino llevaría a todos a la ruina.
Octaviano abandonó entonces el bando del senado y se reunió con Antonio y Lépido en Bolonia y previamente consiguió que ambos hombres dejaran de ser considerados enemigos públicos. En aquel momento le pareció algo bueno para sus propios planes. Y es que Octaviano nunca se olvidó de los que habían asesinado a su tío abuelo. Vengarse era una prioridad y le daban igual las consecuencias de sus actos.

Juventud…pensó Augusto. Suspiró. La gente que rodeaba el camastro no perdía detalle de las reacciones del princeps. Cualquier movimiento podía ser el último de su larga vida. Parecía que nadie se acordaba ya de todo aquello. Pero él sí. Lo hacía en ese justo instante.
¿Por dónde iba? Venganza. Sí, a veces parecía que la mente no quería funcionar. Se contaba a sí mismo el resumen de la historia de su vida como si no quisiera que se perdiera en el tiempo.

En Bolonia se había formado la alianza de tres de los hombres más poderosos del momento, aquel Segundo Triunvirato fue aprobado en una asamblea del pueblo. En las proscripciones que siguieron al acuerdo muchos senadores y caballeros murieron. Cicerón también. Aquello fue una pérdida grave. Cicerón fue uno de los grandes hombres de su tiempo. Se arrepentía de aquello. Antonio, Lépido y él mismo traicionaron a muchos durante las proscripciones. Pero era necesario. Al menos eso se repetía a sí mismo aquel anciano. Muchas de las propiedades y el dinero de los condenados fue a parar a manos de los triunviros y de ese modo lograron los recursos necesarios para iniciar la persecución de los asesinos de César.
Les dieron caza en Grecia, en Filipos. Recordó con viveza a aquellos dos gigantescos ejércitos romanos enfrentándose. Él delegó el mando de sus tropas en su amigo íntimo Marco Vipsanio Agripa. Una lástima que hubiera muerto ya pues había sido mucho mejor militar que él.

Tras Filipos, Octaviano se casó con Escribonia, la madre de única hija, al menos hija de verdad, Julia. También en esos años derrotó a Sexto Pompeyo, uno de los proscritos del Triunvirato, y sus disensiones con Lépido acabaron en la expulsión de éste último de la alianza de tres. Lépido perdió a su ejército y con él todos sus apoyos. Ahora Octaviano mandaba sobre todas las provincias occidentales mientras que Antonio lo hacía sobre las orientales y además parecía hallarse bajo los encantos de esa extranjera llamada Cleopatra que le llevó a repudiar a la hermana de Octaviano, Octavia. Aquel acto colmó la paciencia de Octaviano. Aún le dolía recordarlo. Su propia hermana despreciada por Cleopatra. La distancia entre los dos era insalvable y culminó en la batalla de Accio. Allí la flota de Octaviano bajo el mando de Agripa terminó por derrotar a Marco Antonio y Cleopatra, suicidándose ambos.
Ahora ya no quedaba nadie que pudiera disputarle su autoridad y Octaviano se vio con el control absoluto de la República. A decir verdad le sorprendió haber sobrevivido a unos tiempos tan difíciles y, ya que se vio con el poder absoluto al alcance de la mano, decidió aprovechar la oportunidad y hacer gala de sus dotes de persuasión. Si bien en el campo de batalla necesitase la ayuda de su amigo Agripa el terreno político lo dominaba a la perfección. Aparentó que su objetivo era restaurar la República y se mostró respetuoso con las tradiciones y los romanos le premiaron otorgándole el título de Augusto. Por tercera vez cambió de nombre y sustituyó Octaviano por el de Augusto. No lo hizo por respeto al senado, desde luego, lo que motivó ese cambio fue que bajo el nombre de Octaviano había cometido muchas atrocidades durante la guerra y durante el desempeño de sus cargos públicos. Nuevamente le vino a la mente Cicerón. Aquellos lemures, espectros de los muertos, no le dejaban en paz ni en su lecho de muerte.


Ya como Augusto emprendió un gobierno velado destinado a mejorar Roma. Reformó el sistema monetario, fundó ciudades, como Emerita Augusta [Mérida] en Hispania y construyó numerosos edificios en la capital, el Altar de la Paz, el Templo de Marte Vengador, un nuevo Foro, el Panteón de Agripa, el Pórtico de Octavia…se sentía orgulloso de todo ello. Como si con esas obras quisiera enmendar los errores de la guerras civiles. También extendió las fronteras romanas al concluir la conquista de Hispania, Recia y Nórico [hoy día Suiza, Eslovenia y Austria] e incorporar los territorios de Panonia e Iliria [hoy Hungría, Serbia, Albania y Croacia]. Al recordar todo eso le vino inevitablemente el desastre de Teutoburgo. Tres legiones completas perdidas en un bosque germano por la incompetencia del gobernador Varo. Aún reclamaba a Varo la devolución de sus legiones.

Augusto abrió los ojos y miró a los presentes, allí estaba Tiberio, al que había nombrado sucesor a falta de alguien más de su afecto, y Livia, su tercera esposa y con quien ya llevaba muchos años casado. Quizá demasiados para los dos. César Augusto sabía que le quedaban pocos instantes. 

Después de todo su vida no había estado tan mal. En aquel resumen pormenorizado que había trazado en su mente se había olvidado de muchos, pero la historia no tiene tiempo ni espacio para todos. Se preguntó si para él lo tendría. Abrió la boca para pronunciar unas débiles palabras.
- ¿He representado bien mi papel en esta comedia de vida?- preguntó.
Todos asintieron sonriendo y Augusto volvió a hablar.
- Acta est fabula, plaudite [La comedia ha terminado, aplaudid]

Esas fueron, según los historiadores romanos, las últimas palabras del primer emperador de Roma. Con César Augusto dio comienzo el Imperio Romano. Fue un político hábil, generoso con sus amigos y despiadado con sus rivales, y supo mantener el poder absoluto dando a entender lo contrario. Su cuerpo viajó desde Nola a Roma en una espectacular procesión y el día de su entierro todos los comercios de la ciudad cerraron para rendir homenaje a su princeps, su primer ciudadano. 

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