viernes, 23 de septiembre de 2016

Epílogo de "Princeps", de Gabriel Castelló. Lectura recomendada.


Roma, a quince días de las Kalendas Februarii del año del séptimo consulado del imperator Caesar divi filius y tercero de M. Vipsanio Agripa…[1]

Gayo Octavio, aclamado como imperator por la plebe y sus colegas del Senado, salió de la recientemente reinaugurada Curia Julia mostrando una sonrisa espléndida. A pesar del vaho que exhalaba de su boca en aquella gélida mañana y de lo poco que le gustaba el frío, envuelto en tres túnicas y una gruesa toga de lana que le había confeccionado su hermana, estaba pletórico y lleno de energía. Aquella primera sesión del año había sido un nuevo cúmulo de elogios a su persona y obra. No era capaz de enumerar de memoria todos los títulos honoríficos que los honorables Padres Conscriptos le habían otorgado durante los tres arduos años que habían transcurrido desde que enterrase a Antonio y Cleopatra en aquel polvoriento lugar cerca de Alexandria, poniendo punto y final a un conflicto civil que había asolado la república durante casi veinte años. Ya en su siguiente consulado, junto a Sexto Apuleyo, el Senado le había concedido nuevos honores como el voto de Atenea, que decidía cualquier litigio a favor de quien lo emitía, o las gracias a los dioses en el día de su nacimiento y de la batalla definitiva contra Cleopatra. Desde la celebración de sus tres triunfos, en cada nueva sesión del Senado había cosechado más y más ovaciones, honores y prebendas. Tras dejar a su amigo y poeta Cornelio Galo como prefecto de la nueva provincia de Egipto en Alexandria, más esquilmándola que administrándola, había vuelto a Roma para cerrar las puertas del templo de Jano, abiertas mientras la república estuviese en guerra, hecho que había sucedido solo dos veces antes en toda la Historia de la Urbe.
Octavio bajó pausadamente la escalinata. Junto al nuevo estrado decorado con los espolones enemigos capturados en Actium le esperaba su colega de consulado, su incondicional cómplice Marco Agripa, rodeado de otros amigos y senadores como Mecenas, el príncipe Juba, Horacio, Virgilio y el astuto Lucio Planco, desde su afiliación a la causa uno de sus mayores aduladores. Casi al lado de ellos, entre las columnas del templo del divino Julio, su sobrino Marcelo y su hijastro Tiberio, dos adolescentes de mirada inquieta e inteligente, escuchaban atónitos los vítores que los ciudadanos y magistrados proferían al paso de aquel hombre rubio, seco y desgarbado que a sus treinta y seis años tenía toda la ecúmene a sus pies, desde los páramos de Media hasta las nieblas de Britannia…
¡Salve, César, divi filius! ―exclamó Planco enfáticamente nada más verlo aparecer―. ¡Hoy Roma reluce más que nunca!
Pues todavía ha de hacerlo más. De Alexandria no solo me traje una copa de oro para mi colección, sino la certeza de que el mármol perdura más que el ladrillo, y de mármol dejaré esta ciudad inmortal, embellecida con edificios y estatuas que perpetúen su grandeza hasta el fin de los tiempos…
El arte debería ser público para mayor gloria de la patria ―murmuró Agripa alzando la vista hacia el cielo raso.
E inmortal, como lo es la gesta de Troya… ―le replicó Octavio, girándose hacia su erudito preferido―. ¡Virgilio! Mi hermana no deja de preguntarme cada día… ¿Cómo llevas mi encargo?
Casi acabado, César ―le respondió sonriente el poeta―. Te va a encantar mi epopeya de Eneas… “Tú, romano, regir debes el mundo; esto, y paces dictar, te asigna el hado, humillando al soberbio, al iracundo, levantando al rendido, al desgraciado”.
Me gusta, querido, me gusta… ―le contestó Octavio pasándole la mano por su recia espalda―. Las piedras perduran, pero más perduran los mitos; acábalo pronto, pues mi hermana y yo estamos ansiosos de escucharte recitarlo.
Gayo, disculpa que te aborde con temas menos simbólicos, pero tenemos otro asunto enquistado que hay que resolver cuanto antes…
¿De qué se trata esta vez, Marco?
Los veteranos ―afirmó Agripa seriamente―. Entre tus tropas y las que proceden de Antonio todavía tenemos más de sesenta legiones ociosas y dispersas por todo el Mare Internum. Es un montante insostenible para nuestras arcas… y un peligro para el nuevo orden público. Hay que licenciar ya a los más veteranos y concederles nuevas tierras de labor.
Pero no en Italia, domine ―le susurró Epafrodito―. Todavía está fresco el recuerdo de las últimas confiscaciones.
De las que no saliste mal parado, tunante; gracias a ellas tienes tus nuevos almacenes repletos de grano en Ostia…
Tendremos que afincarlos fuera de Italia ―insinuó Agripa.
¿Sugerencias? ―intervino Mecenas; en su excesivo gusto por el lujo, iba tan acicalado como si fuese un comerciante sirio.
Obviamente, donde haya mucho espacio todavía por repartir: la Cisalpina podría ser un buen sitio, así como la Narbonense o las dos provincias hispanas ―apuntó el cónsul.
Prefiero la última opción ―afirmó Octavio―. Siempre he tenido el recelo de que Hispania siga siendo pompeyana. Si ubicamos algunas colonias de licenciados más por allí, tendremos a los nativos controlados y a muchos veteranos dispuestos a ayudarnos a la hora de culminar mis planes para esa nueva gran provincia que me ha sido asignada…
¿Qué planes, imperator? ―le preguntó Afranio.
La conquista de tu querida Hispania está incompleta, al igual que pasa con el Illyricum, Asia, Libia o Thracia. Pregúntales a Craso o a Carrinas y verás ―le contestó aquel cordialmente―. Tenemos muchos hombres de armas bien entrenados y dispuestos y unas fronteras tan difusas como las lindes de la Estigia. Reduciremos a menos de treinta esas legiones y licenciaremos al resto. Es el momento de darles un trabajo útil a la patria. Mientras Balbo el joven se encarga de eliminar a los molestos garamantes en el desierto de Libia, yo me dedicaré a esos salvajes cántabros en cuanto desembarque en Tarraco. Quiero dividir en tres provincias ese territorio, en vez de dos como está ahora, que se correspondan con la Lusitania y los valles del Betis y del Iberus. Esta última me la quedaré yo y dirigiré en persona las operaciones contra los bárbaros…
Mi primo y yo llevamos más de veinte años enrolados en las legiones. Mi madre todavía vive en la villa de mi tío Lucio en Dianium. Quizá haya llegado el momento de volver a casa.
A veces me acuerdo de él cuando tomo una copa de vino hispano, del que tanto le gustaba a esa zorra egipcia… ¿Dónde está ahora tu primo?
Sigue al mando de tus calagurritanos; es centurión en la XXII Deiotara acampada en Paretonium. Está esperando a que Balbo asuma el cargo de pretor de África para entrar en acción.
Veinte años… ―repitió para sí Octavio, mirando reflexivo el revoloteo de las palomas―. El mismo año que tomé la pretexta vosotros ya llevabais puesta una hamata… Estatilio Tauro volverá a Hispania en verano para preparar mi llegada este otoño. Le enviaremos un mensaje a tu primo. Iréis con Tauro; tienes mi venia para que podáis instalaros en la ciudad de vuestros ancestros. Tauro me dijo que tenía previsto realizar una deductio de sus veteranos en la nueva colonia del Alabus, bastante cerca de vuestras tierras. Seguro que hay algunos de sus hombres a los que les dará lo mismo asentarse cien millas más arriba o abajo. Además, cuando aplastemos definitivamente a esos cántabros habrá más veteranos que licenciar, así que sed previsores roturando, pues más colonos tendréis que alojar por aquellas buenas tierras.
César, alzaremos una nueva ciudad en el Turius donde nazcan nuevos ciudadanos dispuestos a hacer grande a la patria…
Solo una cosa más, Afranio; que a nadie de vuestra gens le pongan por nombre Marco. Déjaselo bien claro a tu primo. Ningún Antonio ha de llamarse así en el futuro… Jamás.
Gayo, deberías convertirte en rey…
¿Tú también, Mecenas? ―le respondió molesto―. No quiero saber nada de cetros, coronas o togas púrpuras; lo que debería hacer es devolver el poder al Senado del Pueblo de Roma, que es su genuino custodio.
“Depongo mi cargo en su totalidad y os devuelvo toda la autoridad: la autoridad sobre el Ejército, las leyes y las provincias; no solo sobre los territorios que me confiasteis, sino sobre los que más tarde gané para vosotros” ―declamó Planco, citando un fragmento del emotivo discurso que Octavio acababa de pronunciar desde su escaño en el Senado.
Así es… ―asintió Agripa―. Debería afianzarse su poder para reestablecer las instituciones de la república…
¡Dioses eternos! ―exclamó Mecenas indignado―. ¿Y dejar otra vez la patria en manos de quienes la abocaron a más de dos décadas de miseria, venganza y desvergüenza?
Por todos los genios, otra vez no; el caos no volverá a someter Roma mientras disfrutemos del nuevo Rómulo entre nosotros ―evocó Virgilio, sabiendo que aquel epíteto agradaba a su protector, aunque aquel prefiriese evitarlo para no soliviantar a los más acérrimos optimates.
Ningún título de los que te han otorgado hasta ahora hace juicio justo a tu piedad, virtud y clemencia, César ―prosiguió Planco, acaparando la atención de todos con un ampuloso gesto de sus manos―. ¿Princeps? Ser el primero entre iguales te realza entre todos nosotros, pero, aun así, se queda corto. Voy a proponerle a la cámara otro título que contemple mejor tu grandeza para que aúne en él toda la probidad, autoridad y dignidad que merece tu persona…
Déjate de retórica, Planco, que hace frío ―le cortó Octavio―. ¿Qué título es ese?
Uno que solo podrás compartir con el Gran Padre Júpiter, un nombre que describa por sí solo que estás por encima de cualquier condición humana, un nombre sagrado y venerable. ¡Desde hoy te llamarán imperator César Augusto![2]





[1] 16 de enero del 27 a. C.
[2] Aunque la república muriese mucho tiempo antes, quizá en las aguas revueltas de Accio, esta fecha marca el inicio del Imperio bajo el único e incontestable mando de Augusto, quien naciese como Gayo Octavio Turino y que se impuso al resto de competidores en la carrera hacia esa monarquía velada a la que estaba abocada a convertirse la Roma republicana desde la dictadura de Sila. L. Munacio Planco, habilidoso e intrigante senador, fue quien le sugirió a Octavio adoptar aquel nombre más religioso que político por el que ha pasado a la Historia, borrando de la memoria popular los años de terror en que rigió Roma a su antojo como G. Julio César Octaviano. M. Antonio sufrió una damnatio memoriae.

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