Roma,
a quince días de las Kalendas Februarii del
año del séptimo consulado del imperator
Caesar divi filius y tercero de M. Vipsanio Agripa…
Gayo Octavio, aclamado como imperator por la plebe y sus colegas del Senado, salió de la
recientemente reinaugurada Curia Julia mostrando una sonrisa espléndida. A
pesar del vaho que exhalaba de su boca en aquella gélida mañana y de lo poco
que le gustaba el frío, envuelto en tres túnicas y una gruesa toga de lana que
le había confeccionado su hermana, estaba pletórico y lleno de energía. Aquella
primera sesión del año había sido un nuevo cúmulo de elogios a su persona y
obra. No era capaz de enumerar de memoria todos los títulos honoríficos que los
honorables Padres Conscriptos le habían otorgado durante los tres arduos años
que habían transcurrido desde que enterrase a Antonio y Cleopatra en aquel
polvoriento lugar cerca de Alexandria, poniendo punto y final a un conflicto
civil que había asolado la república durante casi veinte años. Ya en su
siguiente consulado, junto a Sexto Apuleyo, el Senado le había concedido nuevos
honores como el voto de Atenea, que decidía cualquier litigio a favor de quien
lo emitía, o las gracias a los dioses en el día de su nacimiento y de la
batalla definitiva contra Cleopatra. Desde la celebración de sus tres triunfos,
en cada nueva sesión del Senado había cosechado más y más ovaciones, honores y
prebendas. Tras dejar a su amigo y poeta Cornelio Galo como prefecto de la
nueva provincia de Egipto en Alexandria, más esquilmándola que administrándola,
había vuelto a Roma para cerrar las puertas del templo de Jano, abiertas
mientras la república estuviese en guerra, hecho que había sucedido solo dos
veces antes en toda la Historia de la Urbe.
Octavio bajó pausadamente la escalinata. Junto al
nuevo estrado decorado con los espolones enemigos capturados en Actium le
esperaba su colega de consulado, su incondicional cómplice Marco Agripa,
rodeado de otros amigos y senadores como Mecenas, el príncipe Juba, Horacio,
Virgilio y el astuto Lucio Planco, desde su afiliación a la causa uno de sus
mayores aduladores. Casi al lado de ellos, entre las columnas del templo del
divino Julio, su sobrino Marcelo y su hijastro Tiberio, dos adolescentes de
mirada inquieta e inteligente, escuchaban atónitos los vítores que los
ciudadanos y magistrados proferían al paso de aquel hombre rubio, seco y
desgarbado que a sus treinta y seis años tenía toda la ecúmene a sus pies,
desde los páramos de Media hasta las nieblas de Britannia…
―¡Salve, César, divi filius! ―exclamó
Planco enfáticamente nada más verlo aparecer―. ¡Hoy Roma reluce más que nunca!
―Pues todavía ha de hacerlo más. De Alexandria no solo me traje una
copa de oro para mi colección, sino la certeza de que el mármol perdura más que
el ladrillo, y de mármol dejaré esta ciudad inmortal, embellecida con edificios
y estatuas que perpetúen su grandeza hasta el fin de los tiempos…
―El arte debería ser público para mayor gloria de la patria ―murmuró
Agripa alzando la vista hacia el cielo raso.
―E inmortal, como lo es la gesta de Troya… ―le replicó Octavio,
girándose hacia su erudito preferido―. ¡Virgilio! Mi hermana no deja de
preguntarme cada día… ¿Cómo llevas mi encargo?
―Casi acabado, César ―le respondió sonriente el poeta―. Te va a
encantar mi epopeya de Eneas… “Tú,
romano, regir debes el mundo; esto, y paces dictar, te asigna el hado,
humillando al soberbio, al iracundo, levantando al rendido, al desgraciado”.
―Me gusta, querido, me gusta… ―le contestó Octavio pasándole la mano
por su recia espalda―. Las piedras perduran, pero más perduran los mitos;
acábalo pronto, pues mi hermana y yo estamos ansiosos de escucharte recitarlo.
―Gayo, disculpa que te aborde con temas menos simbólicos, pero tenemos
otro asunto enquistado que hay que resolver cuanto antes…
―¿De qué se trata esta vez, Marco?
―Los veteranos ―afirmó Agripa seriamente―. Entre tus tropas y las que
proceden de Antonio todavía tenemos más de sesenta legiones ociosas y dispersas
por todo el Mare Internum. Es un
montante insostenible para nuestras arcas… y un peligro para el nuevo orden
público. Hay que licenciar ya a los más veteranos y concederles nuevas tierras
de labor.
―Pero no en Italia, domine ―le
susurró Epafrodito―. Todavía está fresco el recuerdo de las últimas
confiscaciones.
―De las que no saliste mal parado, tunante; gracias a ellas tienes tus
nuevos almacenes repletos de grano en Ostia…
―Tendremos que afincarlos fuera de Italia ―insinuó Agripa.
―¿Sugerencias? ―intervino Mecenas; en su excesivo gusto por el lujo,
iba tan acicalado como si fuese un comerciante sirio.
―Obviamente, donde haya mucho espacio todavía por repartir: la
Cisalpina podría ser un buen sitio, así como la Narbonense o las dos provincias
hispanas ―apuntó el cónsul.
―Prefiero la última opción ―afirmó Octavio―. Siempre he tenido el
recelo de que Hispania siga siendo pompeyana. Si ubicamos algunas colonias de
licenciados más por allí, tendremos a los nativos controlados y a muchos
veteranos dispuestos a ayudarnos a la hora de culminar mis planes para esa
nueva gran provincia que me ha sido asignada…
―¿Qué planes, imperator? ―le
preguntó Afranio.
―La conquista de tu querida Hispania está incompleta, al igual que pasa
con el Illyricum, Asia, Libia o Thracia. Pregúntales a Craso o a Carrinas y
verás ―le contestó aquel cordialmente―. Tenemos muchos hombres de armas bien
entrenados y dispuestos y unas fronteras tan difusas como las lindes de la
Estigia. Reduciremos a menos de treinta esas legiones y licenciaremos al resto.
Es el momento de darles un trabajo útil a la patria. Mientras Balbo el joven se
encarga de eliminar a los molestos garamantes en el desierto de Libia, yo me
dedicaré a esos salvajes cántabros en cuanto desembarque en Tarraco. Quiero
dividir en tres provincias ese territorio, en vez de dos como está ahora, que
se correspondan con la Lusitania y los valles del Betis y del Iberus. Esta
última me la quedaré yo y dirigiré en persona las operaciones contra los
bárbaros…
―Mi primo y yo llevamos más de veinte años enrolados en las legiones.
Mi madre todavía vive en la villa de mi tío Lucio en Dianium. Quizá haya
llegado el momento de volver a casa.
―A veces me acuerdo de él cuando tomo una copa de vino hispano, del que
tanto le gustaba a esa zorra egipcia… ¿Dónde está ahora tu primo?
―Sigue al mando de tus calagurritanos; es centurión en la XXII Deiotara acampada en Paretonium. Está
esperando a que Balbo asuma el cargo de pretor de África para entrar en acción.
―Veinte años… ―repitió para sí Octavio, mirando reflexivo el revoloteo
de las palomas―. El mismo año que tomé la pretexta vosotros ya llevabais puesta
una hamata… Estatilio Tauro volverá a
Hispania en verano para preparar mi llegada este otoño. Le enviaremos un
mensaje a tu primo. Iréis con Tauro; tienes mi venia para que podáis instalaros
en la ciudad de vuestros ancestros. Tauro me dijo que tenía previsto realizar
una deductio de sus veteranos en la
nueva colonia del Alabus, bastante
cerca de vuestras tierras. Seguro que hay algunos de sus hombres a los que les
dará lo mismo asentarse cien millas más arriba o abajo. Además, cuando
aplastemos definitivamente a esos cántabros habrá más veteranos que licenciar,
así que sed previsores roturando, pues más colonos tendréis que alojar por
aquellas buenas tierras.
―César, alzaremos una nueva ciudad en el Turius donde nazcan nuevos ciudadanos dispuestos a hacer grande a
la patria…
―Solo una cosa más, Afranio; que a nadie de vuestra gens le pongan por nombre Marco.
Déjaselo bien claro a tu primo. Ningún Antonio ha de llamarse así en el futuro…
Jamás.
―Gayo, deberías convertirte en rey…
―¿Tú también, Mecenas? ―le respondió molesto―. No quiero saber nada de
cetros, coronas o togas púrpuras; lo que debería hacer es devolver el poder al
Senado del Pueblo de Roma, que es su genuino custodio.
―“Depongo mi cargo en
su totalidad y os devuelvo toda la autoridad: la autoridad sobre el Ejército,
las leyes y las provincias; no solo sobre los territorios que me confiasteis,
sino sobre los que más tarde gané para vosotros”
―declamó Planco, citando un fragmento del emotivo discurso que Octavio acababa
de pronunciar desde su escaño en el Senado.
―Así es… ―asintió Agripa―. Debería afianzarse su poder para reestablecer
las instituciones de la república…
―¡Dioses eternos! ―exclamó Mecenas indignado―. ¿Y dejar otra vez la
patria en manos de quienes la abocaron a más de dos décadas de miseria,
venganza y desvergüenza?
―Por todos los genios, otra vez no; el caos no volverá a someter Roma
mientras disfrutemos del nuevo Rómulo entre nosotros ―evocó Virgilio, sabiendo
que aquel epíteto agradaba a su protector, aunque aquel prefiriese evitarlo
para no soliviantar a los más acérrimos optimates.
―Ningún título de los que te han otorgado hasta ahora hace juicio justo
a tu piedad, virtud y clemencia, César ―prosiguió Planco, acaparando la
atención de todos con un ampuloso gesto de sus manos―. ¿Princeps? Ser el primero entre iguales te realza entre todos
nosotros, pero, aun así, se queda corto. Voy a proponerle a la cámara otro
título que contemple mejor tu grandeza para que aúne en él toda la probidad,
autoridad y dignidad que merece tu persona…
―Déjate de retórica, Planco, que hace frío ―le cortó Octavio―. ¿Qué
título es ese?
―Uno que solo podrás compartir con el Gran Padre Júpiter, un nombre que
describa por sí solo que estás por encima de cualquier condición humana, un
nombre sagrado y venerable. ¡Desde hoy te llamarán imperator César Augusto!